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Historia de un badajo
Vivencias de la casa de un padre pastor
Flori Álvarez
Cencerro con badajo del museo de Julián Jiménez de San Andrés de San Pedro (Soria)
Historia de un badajo
He encontrado algunos corazones de encina y de enebro dentro de un cuenco viejo abandonado en lo que fue desván de nuestra casa.
Me ha sobrevenido con precisión el recuerdo que os cuento en "la historia de un badajo".
Mi padre, Esteban Álvarez Gil, el Esteban para todos, fue un buen pastor, y un pastor bueno, que trabajó guardando el rebaño de aparceros primero y de particulares antes de su jubilación.
Tenía el oficio bien aprendido por bien heredado y ayudado por nuestros dóciles Perico el noble y Pili la perrita negrita greñosa, buscaba los mejores pastos en los entretrigos, en los liegos, en las praderas y en las rastrojeras.
Como artista supo manejar la punta de la navaja para garabatear en el garrote o para grabar la imprescindible colodra de cuerno de buey. Fabricó con habilidad flautas de saúco que tocaba con gracia por la ladera de Valdustanza para aguantar con humor los ratos de sopor de su trabajo.
Cuando las reses pastaban cerca de la Calera aprovechaba para cortar ramas de encina y de enebro que pelaba con paciencia hasta llegar a su corazón, bien pardo en el caso de las primeras y profundamente rojizo y aromático en las otras. Dejaba secar estos nervios leñosos en un cacharro de barro de Tajueco. Esperaba toda una campaña para que estuvieran bien secos.
Recuerdo verle pulirlos con arte y maña en las duras jornadas de invierno que obligaban a las reses a permanecer en los apriscos. Sentado a la lumbre en un taburete esculpía los badajos, apoyado en sus zahones bien sobados.
El badajo de encina con remate cónico para el zumbo de la machorra entrada en carnes; uno más menguado con remate anillado para las cañas de las portentosas primalas; el de enebro con remate puntiagudo para los cencerros medianos de las borregas más airosas; y el más delicado, bien limado, para los changarros y changarrillos de las corderas que acababan de acrecentar el rebaño. Y aún sacaba algún rato para preparar con clavos del herraje de los mulos, badajos metálicos livianos para las campanillas de las cabras y de las chivas.
El herrero le preparaba los diferentes tipos de vasos metálicos con chapa de calidad. Y él, prendía los badajos a los soportes con una tira de resistente badana a la que hacía un nudo corredizo que lo fijaba al armazón.
Cuando mi madre, Antonina Lázaro Lozano, la Antonina, iba a llevarle la comida o a recoger los corderos con la alforja en la época de parideras, sólo tenía que asomarse a alto de la ermita y escuchar el inconfundible sonido musical del rebaño de su marido para localizarlo con exactitud.
Mi padre hizo del duro pastoreo, su vocación y dedicación con ánimo y buen humor. Siempre servicial: igual mataba un cochino que desollaba un cordero.
El badajo de esta historia cuelga y suena hoy en nuestro museo. Y la dignidad de este magno oficio hace que se me llene la boca cuando les digo a mis amigos, mi padre fue pastor.
Flori Álvarez Lázaro