Historia de un vencejo
Un recuerdo para el museo


Apareció en un encamarado atando una gavilla de alfalfa de hace 50 años
Historia de un vencejo
Esta es la historia de un vencejo viejo, reviejo, requeteviejo... Vivo en mi tercer uso.
Nací en la villa de Quintanas Rubias de Arriba (cuando aún lo era), un día tórrido de julio a la sombra de la noguera del señor Agustín en la fuente de Arriba. Mi madre, una maña de bálago remojada y recalada en la poza durante dos días con sus breves noches. Mi padre artesano, unas dóciles y hábiles manos que trenzaban el nudo de la moñeta de espigas de centeno desgranadas sobre el trillo en la campaña anterior. Rápidamente compartí equipo con dos docenas más de colegas idénticos. Y ¡hala!, con el acarreador a la tierra de la Fuente de la Corteza del Victoriano. Se sucedían las manadas de trigo rubio y granado que iban formando gavillas cada tres o cuatro pasos. Después del tomapán me tumbaron tripa arriba y amontonaron varios fajos de mies para hacer conmigo el haz. Y con un buen apretón de rodilla y un nudo labriego quedé atado sin decir ni mu y listo para el acarreo. Dos semanas más tarde, en la era, vaciaron mi contenido para dejarlo a merced del trillo; a mí me arrojaron a un rincón como un cinturón sin servicio. Mas consideró el amo que podría servirle, aún usado, para chamuscar el cochino en el día de la matanza, con lo cual me albergaron con otros cuantos en un rincón del pajar.
Y llegó el día. Me vi puesto sobre los lomos del cerdo que acababa de jiñarlas. Y vi el tizón de la lumbre que esperaba el soplido letal. En ese momento una mano salvadora, la del abuelo, decidió apartarme de la quema pues consideró que aún podría servir, visto mi buen estado general, para atar un fajo de aliagas, tan necesarias para el horno y para el pan. Y me llevaron a la ladera de la Torda una mañana ventosa de marzo. ¡Uff!, los pinchazos que recibí, pero aún dolorido, regresé y descansé en la carga hacinada después de liberarla de las amugas del macho Morito. Pensé que acabaría mi segunda vida con el haz de aliagas, pero ¡qué va! Aún pude acudir a la poza del Cañuelo para servir de atadora a un buen manojo de espadaña imprescindible para fabricar los socorridos serones multiusos.
Llegaba el invierno y por aquel entonces alguien inventó las alforjas. ¡Qué mágica solución! El campesino se hizo con la nueva moda en el mercadillo de un martes en San Esteban y a mí y a mi novia la espadaña, nos olvidaron en el encamarado del corral con nuestras vecinas gavillas de alfalfa. Hemos bien cumplido las bodas de oro.
Un muchacho ha venido a verme hoy, a vernos quiero decir. No creo que la espadaña le vaya a ser útil porque la tecnología de los nuevos tiempos no la incluyen en sus programas de reciclaje. Y yo, un servidor, después del tercer uso, crujo. Crujo tanto que al deshacer mi asidero han quedado bastantes cabos sueltos.
De repente se ha producido el milagro. Una voz al mando ha dicho, esto para el museo. Sea. He recobrado, hemos recobrado, vida permanente.
Algún día, algún docente recordará a los más tiernos cómo se segaba y se desgranaba el centeno para almacenarlo en mañas y una vez humedecidas hacer los vencejos.
Alfonso Fresno



